Jamás
había corrido tanto y tan rápido como el día en que dos hombres, montados en
una moto, se acercaban lentamente hacia mí con apariencia sospechosa. Eran las
siete de la noche en una zona cercana a uno de los barrios más peligrosos de
Managua, y estaba creciendo la ola de asaltos con ese modus operandi, por lo
tanto, la posibilidad de que me convirtiera en una víctima más, era muy alta.
Yo
me encontraba en las afueras de una casa esperando a unos amigos, para una
reunión. Cuando miré la moto, pensé: “Me van asaltar”. Pero, el miedo me hizo
proyectar un peor escenario: “No ando mucho dinero y el teléfono que tengo es
barato. Se van a enojar y me van a matar”. No podía refugiarme en la casa de
mis amigos porque estaba cerrada y el muro era muy alto, así que intenté
esconderme tras un arbusto, pero ellos ya me habían visto. Mis opciones se
reducían a una: correr. ¡No se imaginan a este flaco cómo corrió!
Qué
angustiante fue correr y descubrir que todas las casas estaban cerradas. Era
como si todos se hubiesen puesto de acuerdo con los asaltantes. Pero, yo seguí
corriendo hasta que encontré a dos personas sentadas en una acera y me les
acerqué. Y aquí viene lo absurdo de la historia: fui incapaz de pedirles ayuda.
¡Me dio vergüenza reconocer que tenía miedo! Me inventé una pregunta, sólo para
estar con ellos mientras pasaba el peligro.
Aquí
entendí algo tan básico, pero tan importante: cuando las personas esconden su
necesidad no pueden ser sanadas. No puedes recibir una ayuda que nunca has
pedido. No puedes crecer a menos que reconozcas que eres pequeño. No puedes
vivir en santidad si pretendes esconder tus pecados. No puedes gozar del éxito sin
haber reconocido tus fracasos. No puedes disfrutar la gracia mientras creas que
tienes méritos. No se trata de lo que aparentamos, sino de lo que somos. Dios
no bendice lo que finjo ser.
Irónicamente
algunas personas disfrutan que otros admiren su matrimonio (aunque saben que están
mal), su estilo de vida (aunque tengan agobiantes deudas), su trabajo (aunque estén
frustrados), su ministerio (aunque hace rato que sirven a un Dios que no
conocen), y la lista podría seguir. Nos cuesta mostrarnos humanos. Pensamos que
nuestras debilidades provocarán que nos rechacen.
Olvidamos,
sin embargo, que uno se conecta más con la gente a través de las debilidades y
no las fortalezas. No hay mayor nivel de humildad que decir: “Necesito ayuda”.
Eso sí es admirable. Es digno de imitación. ¿Ustedes disfrutan que otros los admiren
por lo que no son? Por qué no ser honestos y pedir ayuda. ¿Nos dará vergüenza?
Es probable. Pero ¿es necesario? Definitivamente. No permitas que el orgullo te
impida gritar: “¡Soy humano, ayúdenme!”.
Les
termino la historia inicial. Cuando me acerqué a aquellas personas sentadas en
la acera, cinco segundos después tenía a la “aterradora” moto a un metro mío.
Me habían seguido. Y pensé: “Ahora sí me mataron. Hoy me tocaba”. Los
motorizados se quitaron los cascos y me dijeron: “¿Ideay Alberto, por qué saliste
corriendo?”. Eran los amigos que estaba esperando para la reunión. Eso sucedió
hace casi 10 años y aún se me ríen, con justa razón. Allí hay otra lección,
pero la dejaré para otro escrito.
“Él
sabe lo débiles que somos; se acuerda de que somos tan solo polvo” Salmos
103.14 - NTV
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