El doctor nos dijo que sólo uno
de los dos podía sobrevivir. O Anielka o Andrés. O la mujer que tanto amás o el
hijo que tanto esperás. Era el último de angustiantes diagnósticos durante los
primeros siete meses de embarazo de nuestro primogénito.
Me aferraba a los dos, pero
sólo a uno podía conservar.
Nos había costado dos años de
tratamiento y oraciones quedar “embarazados”, y todo parecía terminar aquella
mañana de julio del 2010. Lo peor era esa sensación de impotencia. El doctor no
podía hacer nada, Anielka no podía hacer nada, yo no podía hacer nada… Y el
único que podía hacer algo guardaba silencio.
En ese momento toda mi
“teología” se redujo a un viejo himno cristiano: “¡Oh, tu fidelidad! ¡Oh, tu
fidelidad! Cada momento la veo en mí. Nada me falta, pues todo provees ¡Grande,
Señor, es tu fidelidad!”.
Anielka, por su lado, hizo una
oración en secreto que quizás yo jamás hubiese hecho, pero estoy convencido que
dibujó una sonrisa paternal en aquel que guardaba silencio: “Señor, si perder a
Andrés me va a enseñar algo, lo acepto. Decido soltarlo en tus brazos. No me
aferro más”.
Mis estimados, he tenido muchas
cosas en mis manos, y las he perdido todas; pero todo lo que he puesto en las
manos de Dios, aún lo tengo. Me lo enseñó Anielka aquella ocasión. Andrés
pronto cumplirá 9 años, y su vida no sólo ha sido un regalo sino una lección de
confianza.
¿A qué te aferras? ¿a una
relación de noviazgo? ¿a un trabajo? ¿a una posición? ¿al ministerio? ¿a un
sueño? No importa cuán fuerte lo sostengas, en algún momento se te puede
escurrir. Tu seguridad y bienestar no depende de tus fuerzas. No te aferrés a
lo que podés perder en tus manos. Ponelo en las manos correctas y encontrarás
descanso.
“Me aferro a ti; tu fuerte mano
derecha me mantiene seguro” Salmos 63.8 - NTV
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